En unas de esas tantas veces que, por curiosidad y juego, le pregunté a mi hija qué le gustaría ser cuando sea grande, ella me respondió: “yo quiero ser bailarina y actriz y profesora y mamá y chef”. En ese instante solo podía pensar en lo difícil, casi imposible de ser todas esas profesiones y en que, claro, mi hija ha de estar vocacionalmente un tanto confundida. Desde mi mente adulta, que claramente vive en un mundo en el que nos reducirnos a una sola cosa, le respondí: “Pero hija, tienes que elegir una sola, no se puede ser tanto”. Solo recuerdo su mirada de desilusión y tristeza, agachando la cabeza respondiéndome “Pero ¿por qué? Yo quiero aprender todo eso…” seguido de un desgarrador: “¿no voy a poder ser todo eso?”
En ese momento me di cuenta de lo que había pasado. Mi mente adulta, acostumbrada a categorizar, reducir y prejuzgar había reducido, sin querer, su vivaz deseo de aprender todo lo que ella quería, de mirarse desde muchos frentes, de dar rienda suelta su ser, a sus gustos e intereses. Me pregunté entonces ¿qué derecho tenía yo a reducir a mi hija a una sola vocación? Mi hija pedía y merecía ser mirada de la misma manera: desde la amplitud, la diversidad, los colores y los matices que traemos con nosotros mismos, y de tener la posibilidad de crecer en todos esos colores. Entonces, tratando de reparar la situación y conflictuada conmigo misma, le respondí: “En verdad hija, tu decidirás lo que quieras ser y yo estaré ahí para apoyarte y acompañarte”. Su cara cambio de inmediato y pude reconocer alivio y esperanza.

De seguro mi hija ya habrá olvidado esta anécdota, pero a mí me enseño mucho y me coloco importantes pendientes que debía yo revisar en mi manera de educar para poder hacerlo desde la diversidad y la valoración, soltando mis expectativas respecto a mis hijos, para ayudarlos a verse completos con sus matices, con sus luces y sus sombras y a valorarse como son, a partir del cual podrán reflejar lo mismo hacia otros y valorar a otros como son.
Uno de los aspectos más difíciles al momento de acompañar los procesos de desarrollo y socialización en los niños y niñas es lograr que ellos y ellas comprendan que existe un otro (el otro niño o niña) que también tiene intereses, gustos y características que no son necesariamente iguales a ellos o ellas y que tampoco se acercan a sus expectativas, pero que esas diferencias pueden enriquecerlos y que el otro también tiene cosas interesantes que ofrecer y que ser. Esta dificultad puede responder, entre otras cosas, a lo que Jean Piaget, renombrado investigador de la infancia, nos dice que sucede en las primeras etapa de la vida: una especie de egocentrismo y autocentramiento, que hace difícil que los niños y niñas puedan comprender que existen otros puntos de vista distintos al suyo. Esto sucede porque madurativamente su mente y su ser no lo comprende, muchas veces creen que al ceder al otro su “yo” se reducirá o dejará de existir. Esta característica, con el pasar de los años, la maduración y la mediación de los adultos cuidadores, se transforma, dando paso al desarrollo de la empatía y la compasión. Pero es imprescindible el rol del adulto-cuidador que en su hacer, no solo en su discurso, demuestre también empatía, compasión, valoración hacia la diversidad y que realmente crea que las diferencias entre nosotros y nosotras nos enriquecen. Un adulto-cuidador que crea firmemente que en esa diferencia y en esa brecha que hay entre lo que yo soy y es el otro y entre lo que yo espero y lo que se da, hay un espacio fascinante de creación, en el que el yo y el tú se abandonan para ir en busca de otro y crear un nosotros y nosotras auténtico.
Desde hace ya un tiempo como país venimos trabajando para reducir los índices de discriminación, y racismo, buscando maneras de desactivar los prejuicios para reconocer la diversidad y las diferencias entre nosotros como aspectos que nos enriquecen y nos hacen crecer. Sin embargo, es duro el camino y son muchos los tropiezos y frustraciones con los que nos encontramos ¿No será que nos hemos quedado en la etapa del autocentramiento y egocentrismo? ¿no será que sentimos al otro como una amenaza a nosotros mismos, a nuestra existencia? ¿no será que depositamos en otros lo que no nos gusta de nosotros mismos, sin hacernos cargos de nuestras propias sombras?
Ante esto parece que el camino de la empatía, la comprensión, la compasión, el amor y, sobre todo, la autorreflexión, tienen mucho que ofrecernos.
Agregaría otro elemento que amplía nuestra mente y puede ayudar a transformar prejuicios y realidades: la Imaginación. Educar desde la diversidad entonces empieza por casa, me refiero a mi propia casa: a mi mente, mi cuerpo y mi corazón. Por mi parte, son los primeros en los que yo me llevo para preguntarme que tienen como contenido: ¿hay en ellos empatía, compasión y amor o solo prejuicios, categorías estancas, temores y conflictos internos? Educar entonces desde la diversidad implica aceptar nuestra propia diversidad, reconocer nuestros colores y sus matices, ampliarnos, hacernos cargo de nuestras luces y también de nuestras sombras, pero sobretodo sentirnos bien con nosotros mismos, amarnos y valorarnos como somos, para así poder valorar y amar a otros.

Vuelvo ahora a la respuesta de mi hija, gran maestra, y reconozco en ella un camino a seguir: mirarnos desde nuestras posibilidades, desde aquello que creemos que podemos, desde la llama viva de dar rienda suelta a nuestra autenticidad junto a otros, porque el otro no me reduce ni hace que me extinga, por el contrario ¡me amplía, me diversifica y me hace extraordinario!
Les dejo la oración que rezamos en El Pez en la Luna para que puedan repetirlo en casa con su familia o en el trabajo con sus compañeros:
“Pongo mi mano en tu mano, pongo mi corazón al lado del tuyo, pongo mi talento a tu servicio para hacer juntos y juntas lo que no puedo hacer solo o sola”
Shirley Documet
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